Balada del buen pobre
Comencé a escribir esta columna mentalmente en el almuerzo, mientras entreveraba el arroz blanco con el juguito del estofado. No lo hacía –como hubiera aconsejado Holler– con la cantidad de comida equivalente a un discreto bocado. No. Lo mío era revolver todo el arroz con absolutamente todo el juguito del plato hasta formar un timbal, un tacu tacu sin menestra, un atamaladito perfectamente uniforme en textura, sabor y temperatura. Me queda clarísimo que no es fino revolcar los sagrados alimentos de ese modo. Convengo en que ha de ser una vulgaridad. No importa. Creo haber llegado a la certidumbre de que algunas de las mejores cosas de esta vida no son, necesariamente, las más Popoff. Son, casi siempre, cosas llanas, ordinarias y, a veces, hasta vulgares. Lo menos caro me ha parecido siempre lo más real. Lo menos fino es, casi siempre, lo más rico.
Soy el hijo de una maestra de escuela y un visitador médico y vengo de una época en la que si querías que en tu casa hubiera aceite, leche de tarro, arroz y azúcar tenías que amanecerte con toda tu familia, haciendo cola en la puerta de Super Epsa, porque, en el mejor de los casos, sólo te vendían una ración por persona y en el peor, no encontrabas ni eso. Vengo de un tiempo en que sólo se servía bisté en domingos y feriados, vengo de un remoto país en que el pollo a la brasa y el chifa eran manjares de lujo reservados para los grandes acontecimientos, un extraño mundo en el que no había Vivanda ni Wong ni tanto frufrú, ni tanto disfuerzo, un planeta en el que te comías calladito la boca lo que buenamente te servían y no había tu tía. Ojo. No estoy tratando de decir que eso haya sido la máxima bendición o que nos haya hecho mejores cristianos o que todos los días le doy gracias a la vida por las vainitas saltadas, el arrimado de col, la sopa de harina de arvejas, la torrejita de zapallo o el hígado encebollado con frejolito de Castilla. Tampoco. O como se dice ahora: nunca tanto. Pero de lo que sí me felicito es de haber crecido en medio de esa especie de espíritu warrior clasemediero que se respiraba en el aire en casas como la mía, una cierta impronta franciscana del que sabe que no puede venir acá con huevaditas: que nunca se separan a un costado las cebollas ni los apios, que todo lo que está en el plato se come porque la comida es de Dios. Ese sereno estoicismo del que, de chico, nunca se permitió el engreimiento de exigir que le sacaran la nata de la leche o le colaran los grumitos de la sémola o le licuaran la verdura de la sopa porque, antes que terminara de decirlo, le volteaban la cara de un solo cachetadón.
Mentira. De chico nunca me pegaron. Y quizá eso fue lo único que me faltó. Mentira. Nunca me faltó nada. Y así como agradezco el no haber tenido nunca que pasar hambres ni pellejerías, agradezco la inmensa fortuna de nunca haber tenido demasiado. ¿Fortuna? Pero, ¿por qué?, ¿haber tenido lo justo te hace mucho? Probablemente no. Pero sí te entrena para lo que vendrá, te saca punche y te endurece el cuero. Te prepara para la pelea, te pone a ranear a diario, por si acaso, a hacer tus planchitas por si las moscas, te matricula en un curso de supervivencia en la selva para que aprendas –desde el saque– lo que es bueno, porque nunca se sabe, porque siempre vendrán tiempos peores, porque el día llegará en que tu empleada o, sin ir muy lejos, tu mamacita dejará de correr detrás tuyo recogiendo los calzoncillos y las medias que tú tiras, porque el día llegará en que se te tendrá que terminar todita la cojudez. Hay cosas en las que uno no puede con su genio y yo prefiero a la gente que apaga la luz cuando sale de una habitación. Me gusta la gente que lava su plato cuando termina de comer, sobre todo si está en casa ajena. Me gusta la gente que se aplica, feliz, su calentado. Me gusta la gente que vuelve a tapar el tubo de crema dental después de usarlo, que deja las cosas en el mismo sitio en que las encontró. Me gusta muchísimo la gente que tiende su cama. Cuando he tratado, conscientemente, de dejar el caño abierto mientras me afeito, he fracasado. No puedo. Así esté en un hotel cinco estrellas, no puedo. Siento que estoy perpetrando un horrible crimen. Es más fuerte que yo. Desperdiciar el agua me produce un sentimiento de culpa, un nítido dolor de corazón. Y si alguien está pensando en botar comida a la basura, tanto peor, tendrá que vérselas conmigo. De ninguna manera lo permito. En mi casa me enseñaron que la comida nunca se bota. Había que ver cómo se burlaban de mí los demás cocineros de mi restaurante gringo cada vez que impedía que echaran al tacho los ollones de comida que sobraban al final del día. Olvídate de eso, mulatico. Los conminaba a todos a empaquetarla para llevar y todas las noches las distribuía entre mis agradecidos room mates que se ahorraban el menú del día siguiente y también entre las intimidantes hordas de homeless que dormían en los vagones del subway a esas horas de la madrugada. Por si no les hubiese quedado del todo claro, lo repito: la comida no se bota, compatriotas, la comida es de Dios.
Solamente una vez decidí olvidarme de todo esto. Solamente una vez me reviré. El dinero, según como se emplee, puede llegar a ser un vehículo de crecimiento o de la más infecciosa pacharaquización. Y sólo bastó con que me elevaran el sueldo a cinco dígitos para empezar, de repente, a computarme Dionisio, ¡qué digo Dionisio! ¡Donald Trump, Bill Gates! Como si fuese un transbordador fuera de órbita, perdí toda comunicación con la estación tierra y comencé a comportarme ridículamente como uno de esos futbolistas que, al primer contrato ventajoso, se construyen casas de cinco pisos, piscina con catarata y cava de vinos. Comencé a conducirme, ni más ni menos, que como un jotita, a necesitar dos carros full equipo, cinco tarjetas de crédito, cien pares de zapatos y a disfrutar de la única, mediocre felicidad que puede extraerse de todo aquello: la perenne escolta de una súbita corte de incondicionales. Nada como la plata –o como la droga– para rodearte al instante de un majestuoso séquito de chupamedias y ayayeros, para convertirte en el dorado e imponente general al mando de un pundonoroso, multitudinario ejército de interesados. Pero una vez que me hube desgranputado sin remedio fue menester regresar directamente a la casilla de partida sin cobrar 200, ni pasar por go. Entonces, sólo entonces me acordé de quién era, de quién voy a ser hasta el día en que me muera. Soy el hijo de una maestra de escuela y un visitador médico. Si toda mi vida he desayunado café con leche y pan con mantequilla no veo por qué, a estas alturas del partido, tendría de pronto que necesitar œufs Benedictine. Austeridad es, prácticamente, el nombre del barrio donde he crecido, de modo que, cuando me ha tocado regresar no me he extraviado porque me lo conozco de memoria y me resulta fácil recorrer, a ojos cerrados, todititos sus recovecos. Por eso, si mañana me quitan el auto nada me pasa, entre otras cosas, porque no me he vuelto a comprar un auto. Si mañana me bloquean todas las tarjetas de crédito, tampoco me pasa nada porque no tengo ninguna ni quiero tener, pues me he jurado nunca volver a necesitarlas. Si mañana un banco me vuelve a asaltar, ya no temo volver a quedarme con lo que tengo puesto (siempre y cuando lo que tengo puesto me quede bien).
Tengo la impresión de que tener siempre la angustia de tener –o peor aún– de tener que tener, francamente, no tiene ningún caso y yo he decidido que no quiero tener nada que me angustie o que me ate o que me pese. No quiero tener nada que no quepa en mis maletas el 2011 cuando gane Fujimori, Toledo o Humala. Tengo quinientos libros y una docena de pares de zapatos y sigo pensando que es demasiado porque hay, por lo menos, doscientos libros que no he leído y, por lo menos, cinco pares de zapatos que no me pongo y que, por lo tanto, debería regalar ahora mismo a cualquier feligrés que calce 44. ¿Será acaso todo esto que he escrito, la prueba fehaciente de que padezco lo que Martha Hildebrandt alguna vez denominó el complejo de pobrete? Puede ser. Aunque quizá deba aclarar aquí que mi actual falta de codicia, mi deteriorada angurria material no me impide, en absoluto, el disfrute de los placeres ni es óbice para que, una vez a las quinientas, haga realidad alguno de mis más caros anhelos y me agasaje, de repente, una noche cualquiera, con un champán de varios cientos de dólares la botella o me sorprenda (yo solito) con un trip de fin de curso a las Europas con todos los gastos pagados (por mí). Todo indica que el truco del placer está en huir de la reiteración, del paporreteo, de la frecuencia. Cuando uno goza mucho y muy a menudo, se malacostumbra, se malcría, se aburguesa al extremo, se embota, se empacha, se insensibiliza y llega un momento en que hasta la más sublime maravilla troca en estúpida rutina. Si no me creen, pregúntenle a cualquiera de esos matrimonios aburridos con que se topen más tardecito, a la salida de la misa. Por todo lo arriba expuesto, yo no creo que, al final de cuentas, revolver tu arroz con el juguito del estofado sea vulgar. Vulgar es otra cosa. En un país como este, vulgar es ostentar. Vulgar es, por ejemplo, salir a la televisión a llorar miserias porque tu ex marido celebrity solamente te pasa veinte mil dólares al mes y a ti esa plata no te alcanza y tus hijitos comen menos carne cada vez. Vulgar es pretender que el país te pague por día el sueldo mensual de un obrero a cambio de irte a hacer turismo por Venecia con tus célebres patitas. En un país como este, vulgar es empanzarse hasta la náusea allí donde los otros languidecen. Manejar un Ferrari descapotable de medio palo será muy elegante en las calles de Capri pero hacerlo en Lima equivale a tirarse un pedo en la cara de la gente, constituye una completa ordinariez. Nada tan de quinta como hacer alarde de brillos y fastos y oropeles allí donde los otros abrigan la remota esperanza del agua potable. Se equivoca quien crea leer aquí alguna frustrada especie de manifiesto político. A tanto no aspiro. Aspiro apenas a subrayar algo que me parece de una obviedad monumental: nunca se come delante del hambriento. Creo que para saberlo no se necesita ser socialista, ni católico, ni filósofo, ni siquiera buena gente. Sólo hace falta no ser un completo imbécil. Nada más. Nunca lo he dicho en público pero hoy, por primera vez y en exclusiva, se los cuento: soy rico. Guardo bajo siete llaves un testamento legándolo todo a mi nombre y a mi favor. Y como no tengo hermanos, mi herencia es infinitamente mayor a la de los Tudela Van Breugel Douglas, muchísimo más cuantiosa que la de los Bracamonte Fefer. Soy el hijo de una maestra de escuela y un visitador médico. Y lo que ellos me enseñaron, aprendí. Esa es mi fortuna y mi fuerza y mi riqueza.
Mentira. De chico nunca me pegaron. Y quizá eso fue lo único que me faltó. Mentira. Nunca me faltó nada. Y así como agradezco el no haber tenido nunca que pasar hambres ni pellejerías, agradezco la inmensa fortuna de nunca haber tenido demasiado. ¿Fortuna? Pero, ¿por qué?, ¿haber tenido lo justo te hace mucho? Probablemente no. Pero sí te entrena para lo que vendrá, te saca punche y te endurece el cuero. Te prepara para la pelea, te pone a ranear a diario, por si acaso, a hacer tus planchitas por si las moscas, te matricula en un curso de supervivencia en la selva para que aprendas –desde el saque– lo que es bueno, porque nunca se sabe, porque siempre vendrán tiempos peores, porque el día llegará en que tu empleada o, sin ir muy lejos, tu mamacita dejará de correr detrás tuyo recogiendo los calzoncillos y las medias que tú tiras, porque el día llegará en que se te tendrá que terminar todita la cojudez. Hay cosas en las que uno no puede con su genio y yo prefiero a la gente que apaga la luz cuando sale de una habitación. Me gusta la gente que lava su plato cuando termina de comer, sobre todo si está en casa ajena. Me gusta la gente que se aplica, feliz, su calentado. Me gusta la gente que vuelve a tapar el tubo de crema dental después de usarlo, que deja las cosas en el mismo sitio en que las encontró. Me gusta muchísimo la gente que tiende su cama. Cuando he tratado, conscientemente, de dejar el caño abierto mientras me afeito, he fracasado. No puedo. Así esté en un hotel cinco estrellas, no puedo. Siento que estoy perpetrando un horrible crimen. Es más fuerte que yo. Desperdiciar el agua me produce un sentimiento de culpa, un nítido dolor de corazón. Y si alguien está pensando en botar comida a la basura, tanto peor, tendrá que vérselas conmigo. De ninguna manera lo permito. En mi casa me enseñaron que la comida nunca se bota. Había que ver cómo se burlaban de mí los demás cocineros de mi restaurante gringo cada vez que impedía que echaran al tacho los ollones de comida que sobraban al final del día. Olvídate de eso, mulatico. Los conminaba a todos a empaquetarla para llevar y todas las noches las distribuía entre mis agradecidos room mates que se ahorraban el menú del día siguiente y también entre las intimidantes hordas de homeless que dormían en los vagones del subway a esas horas de la madrugada. Por si no les hubiese quedado del todo claro, lo repito: la comida no se bota, compatriotas, la comida es de Dios.
Solamente una vez decidí olvidarme de todo esto. Solamente una vez me reviré. El dinero, según como se emplee, puede llegar a ser un vehículo de crecimiento o de la más infecciosa pacharaquización. Y sólo bastó con que me elevaran el sueldo a cinco dígitos para empezar, de repente, a computarme Dionisio, ¡qué digo Dionisio! ¡Donald Trump, Bill Gates! Como si fuese un transbordador fuera de órbita, perdí toda comunicación con la estación tierra y comencé a comportarme ridículamente como uno de esos futbolistas que, al primer contrato ventajoso, se construyen casas de cinco pisos, piscina con catarata y cava de vinos. Comencé a conducirme, ni más ni menos, que como un jotita, a necesitar dos carros full equipo, cinco tarjetas de crédito, cien pares de zapatos y a disfrutar de la única, mediocre felicidad que puede extraerse de todo aquello: la perenne escolta de una súbita corte de incondicionales. Nada como la plata –o como la droga– para rodearte al instante de un majestuoso séquito de chupamedias y ayayeros, para convertirte en el dorado e imponente general al mando de un pundonoroso, multitudinario ejército de interesados. Pero una vez que me hube desgranputado sin remedio fue menester regresar directamente a la casilla de partida sin cobrar 200, ni pasar por go. Entonces, sólo entonces me acordé de quién era, de quién voy a ser hasta el día en que me muera. Soy el hijo de una maestra de escuela y un visitador médico. Si toda mi vida he desayunado café con leche y pan con mantequilla no veo por qué, a estas alturas del partido, tendría de pronto que necesitar œufs Benedictine. Austeridad es, prácticamente, el nombre del barrio donde he crecido, de modo que, cuando me ha tocado regresar no me he extraviado porque me lo conozco de memoria y me resulta fácil recorrer, a ojos cerrados, todititos sus recovecos. Por eso, si mañana me quitan el auto nada me pasa, entre otras cosas, porque no me he vuelto a comprar un auto. Si mañana me bloquean todas las tarjetas de crédito, tampoco me pasa nada porque no tengo ninguna ni quiero tener, pues me he jurado nunca volver a necesitarlas. Si mañana un banco me vuelve a asaltar, ya no temo volver a quedarme con lo que tengo puesto (siempre y cuando lo que tengo puesto me quede bien).
Tengo la impresión de que tener siempre la angustia de tener –o peor aún– de tener que tener, francamente, no tiene ningún caso y yo he decidido que no quiero tener nada que me angustie o que me ate o que me pese. No quiero tener nada que no quepa en mis maletas el 2011 cuando gane Fujimori, Toledo o Humala. Tengo quinientos libros y una docena de pares de zapatos y sigo pensando que es demasiado porque hay, por lo menos, doscientos libros que no he leído y, por lo menos, cinco pares de zapatos que no me pongo y que, por lo tanto, debería regalar ahora mismo a cualquier feligrés que calce 44. ¿Será acaso todo esto que he escrito, la prueba fehaciente de que padezco lo que Martha Hildebrandt alguna vez denominó el complejo de pobrete? Puede ser. Aunque quizá deba aclarar aquí que mi actual falta de codicia, mi deteriorada angurria material no me impide, en absoluto, el disfrute de los placeres ni es óbice para que, una vez a las quinientas, haga realidad alguno de mis más caros anhelos y me agasaje, de repente, una noche cualquiera, con un champán de varios cientos de dólares la botella o me sorprenda (yo solito) con un trip de fin de curso a las Europas con todos los gastos pagados (por mí). Todo indica que el truco del placer está en huir de la reiteración, del paporreteo, de la frecuencia. Cuando uno goza mucho y muy a menudo, se malacostumbra, se malcría, se aburguesa al extremo, se embota, se empacha, se insensibiliza y llega un momento en que hasta la más sublime maravilla troca en estúpida rutina. Si no me creen, pregúntenle a cualquiera de esos matrimonios aburridos con que se topen más tardecito, a la salida de la misa. Por todo lo arriba expuesto, yo no creo que, al final de cuentas, revolver tu arroz con el juguito del estofado sea vulgar. Vulgar es otra cosa. En un país como este, vulgar es ostentar. Vulgar es, por ejemplo, salir a la televisión a llorar miserias porque tu ex marido celebrity solamente te pasa veinte mil dólares al mes y a ti esa plata no te alcanza y tus hijitos comen menos carne cada vez. Vulgar es pretender que el país te pague por día el sueldo mensual de un obrero a cambio de irte a hacer turismo por Venecia con tus célebres patitas. En un país como este, vulgar es empanzarse hasta la náusea allí donde los otros languidecen. Manejar un Ferrari descapotable de medio palo será muy elegante en las calles de Capri pero hacerlo en Lima equivale a tirarse un pedo en la cara de la gente, constituye una completa ordinariez. Nada tan de quinta como hacer alarde de brillos y fastos y oropeles allí donde los otros abrigan la remota esperanza del agua potable. Se equivoca quien crea leer aquí alguna frustrada especie de manifiesto político. A tanto no aspiro. Aspiro apenas a subrayar algo que me parece de una obviedad monumental: nunca se come delante del hambriento. Creo que para saberlo no se necesita ser socialista, ni católico, ni filósofo, ni siquiera buena gente. Sólo hace falta no ser un completo imbécil. Nada más. Nunca lo he dicho en público pero hoy, por primera vez y en exclusiva, se los cuento: soy rico. Guardo bajo siete llaves un testamento legándolo todo a mi nombre y a mi favor. Y como no tengo hermanos, mi herencia es infinitamente mayor a la de los Tudela Van Breugel Douglas, muchísimo más cuantiosa que la de los Bracamonte Fefer. Soy el hijo de una maestra de escuela y un visitador médico. Y lo que ellos me enseñaron, aprendí. Esa es mi fortuna y mi fuerza y mi riqueza.
Nota.- esta es una columna de Beto Ortiz para el diario Peru.21
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